Sirimiri


Este fin de semana, como suele ser habitual los fines de semana en el País Vasco, ha llovido de forma continuada. El viernes al mediodía el cielo estaba despejado, hacía un moderado calor, invitaba el tiempo a acercarse a la playa y sólo unas pocas nubes ponían una nota discordante al augurio del verano que el fin de semana prometía ser.

A eso de las tres de la tarde sin embargo la estampa había cambiado radicalmente. Una bruma salida directamente de "La niebla", anunciaba calamidades y acababa con mis esperanzas de buenos tiempos y rollitos de primavera.

Llovió el viernes, llovió el sábado y llueve el domingo.

Es posible que el martes las nubes pasen, el sol vuelva a iluminar las calles, los parques y las playas y yo podré verlo desde la ventana de la oficina.

Pero el fin de semana trajo algo que hacía tiempo que habíamos olvidado en esta parte de Euskal Herria, el sirimiri.

En el proceso de devaluación continua de valores, conciencias y productos diversos al que parece reducirse a veces la vida, el sirimiri pasó de ser un manto fino y continuo de agua que acariciaba la piel como quien no recibe lluvia del cielo sino que atraviesa al caminar una ligerísima sucesión de gotas que inmóviles ocupan todo el espacio circundante y que finalmente, le descubren por qué el sirimiri también se conoce como calabobos (pues empapa tanto como la lluvia más intensa pero con el encanto de la traición más dulce), pasó pues de ser ese manto delicado a la grosera lluvia de diario, gruesa y violenta, sin gracia alguna y muy distante del sirimiri auténtico pero a la que todo el mundo parecia estar dispuesto a considerar sirimiri no fuese que, de lo contrario, tuviésemos que reconocer que el sirimiri se extingue, o lo hemos extinguido, en el afán de convertir el País Vasco en un nuevo trópico a base de gases invernadero.

De modo que anoche, engañado por los sentidos que me aseguraban desde mi ventana una tibia lluvia que apenas me haría mella, salí inerme a la arena y me calé... como un bobo. Y estando en éstas de calarme, pasadas ya unas horas desde que había salido, cuando volvía a casa solo, me encontré con una de esas escenas que hubiesen hecho sonreir al bueno de Billy Wilder, incluso puede que le hubiese enternecido. Avanzaba yo a través de esa trama de agua en la que el aire se había convertido y que lenta e inexorable se adhería a mi piel, a mi cabello y a mis ropas cuando en uno de los bancos del parque que rodea una urbanización cercana, me crucé con dos veinteañeros, chicho y chica. Cerca estaba la lonja de unos chavales y supuse que habían escapado de allí buscando más intimidad. Dos botellas vacías en el suelo junto a ellos. Botellas, suelo, banco y ropas todo empapado de horas de agua cayendo sin prisa y entre ambos varias decenas de insalvables centímetros de distancia y una conversación anodina; ella se recogía el pelo y él escuchaba interesado su opinión y respondía con absoluta entrega a sus palabras, mientras el agua los bañaba a ambos.

Una vez los dejé atrás y pensando en ellos, me pregunté cuánto tardaría uno de los dos en abalanzarse sobre el otro y sentí una sincera y profunda envidia.

Y deseé haber sido quien estuviese esperando bajo la lluvia ese momento.

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