Piezas

Una chica que conocí adoraba una película antigua de Steve McQueen ambientada en el mundo del póquer, del jazz de Nueva Orleans, del sórdido y egoísta ambiente del juego y las apuestas. "The Cincinnati Kid", "El rey del juego".

Creo, por lo que me dijo, que la había visto al menos 20 o 30 veces e incluso sabía imitar algunos gestos de personajes y repetir sus diálogos.

Una noche en que me invitó a verla en su casa pude comprobar que no encontraba interés alguno en la película salvo cuando Ann-Margret hacía acto de presencia y era sólo de ella de quien conocía gestos, poses y diálogos. Ahí residía toda su adoración.

La primera escena de Ann en esa película servía para delinear con milimétrica precisión su personaje y también serviría para retratar con fidelidad lo que aquella chica que conocí y lamentablemente amé, entendía por vivir y prosperar.

En una cama, el personaje de Ann vestido tan solo con una larga camisa de hombre, se afanaba en completar un rompecabezas. Sus únicas herramientas para lograrlo eran su determinación, su inteligencia, y unas tijeras con las que recortaba las piezas hasta logran que encajasen donde ella deseaba. Su marido, Karl Malden, la reprendía por hacer trampas, convencido de que eso no la conduciría a ninguna parte, al menos a ninguna parte buena y ella le ignoraba con el desdén de quien reprocha algo callando.

La mujer que yo conocí jugaba a menudo al parchís. Yo lo encontraba un juego insufrible, ajeno a cualquier mérito intelectual o atlético, carente de todo interés salvo el de la victoria, y carente ésta de todo estímulo salvo el de vencer. Habrá quien no entienda mi punto de vista. A ellos les recomiendo "El rey del juego", en concreto el papel de Ann.

Cuando jugábamos juntos con otra pareja de amigos a ese juego infernal al que era tan aficionada, no había movimiento en el que no contase una casilla de más al tirar los dados y mover sus fichas. Hacía trampas y yo lo observaba resignado, a sabiendas de que no decirlo conduciría a un problema y que decírselo conduciría a otro, y ambos me dejarían mal parado. En caso de callar y esperar a que la otra pareja dijese algo, podía yo guardar silencio ante sus palabras, ella retroceder una casilla y yo observar cómo en la siguiente ronda, repetía la trampa. Eso conduciría a un nuevo reproche de la otra pareja y tal vez, si ella se obcecaba, y se obcecaría, a una discusión, tras la cual me acusaría ser un cobarde y no defenderla de las falsas acusaciones de los demás. En cambio, si yo hablaba y descubría su trampa, era yo el traidor y el que urdía estrategias para perjudicarla, porque ella nunca engañaba en el juego, sólo se despistaba.

Para evitar todo aquello, podía anticiparme y acusar directamente a la otra pareja de mentirosa y mala perdedora, ganar su enemistad y perder su trato, pero ganar también la aprobación de aquella mujer vehemente y ambiciosa a costa de servirla sobre mi dignidad y mi ética.

Los meses hasta que todo terminó fueron pocos, llenos de portazos y ropa rota por el suelo. Supe antes de verla por última vez, por qué se iba. Contó una casilla de más, y comió una nueva ficha, que no era yo, aunque jamás me lo dijo, es mejor guardar fichas por si las cosas salen mal.

Cuando la recuerdo, me viene a la memoria también aquella escena de Ann Margret haciendo un puzzle. Puede que al recortar las piezas del rompecabezas ya no pudiera terminarlo pero supongo que así se aseguraba que la parte que le importaba acabase completa, a pesar de las demás partes.

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