Rutinas Revisado

En la cama, abrazados o separados mirando al techo, al otro, dormitando.

Ojalá me diga en ese momento que se aburre viendo películas de Theo Angelopoulos, que nunca ha entendido las chorradas sobre la modernidad de Zygmunt Bauman o que la escena final de Viridiana es sublime, casi tanto como algún libro de poemas de algún beatnik del que ni siquiera me suena el nombre.

Puede que lo diga mientras se estira, mientras se rasca la piel, con aliento a alcohol. Con confianza o despreocupación, tirándose un pedo.

Si a la vez que me habla de que la biomasa del planeta se mantiene estable o varía a lo largo del tiempo, me mira a los ojos, sonríe y me acaricia el pelo. Si me pega el pie a la pierna y lo tiene helado, pego un brinco y empieza a reírse, o si me inmoviliza con una llave de judo mientras grita que no vuelva a decir que los creacionistas tienen derecho a enseñar en escuelas sus ideas.

Si en la cocina, despeinados, legañosos y oyendo de fondo las noticias de Radio 1, me dice entre cucharada y cucharada de cereales que Milton Friedman y su escuela de Chicago son a la economía lo que Kissinger es a la paz.

Tengo ganas de estar enamorado de nuevo.
Y de saber que otro ser, fuera de mí, muy lejos, me está viviendo.
Pero eso sí, nada de empalagos, de voces monocordes que repiten indiferentes apelativos cariñosos insufribles (cari, cuqui, pichoncito...), de magreos mal disimulados en cualquier lugar fruto de una abstinencia insana, del rancio olor del amor como debe ser.
Yo quiero una cosa más de andar por casa.

(Esto viene de aquí.)

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