Una figura de mujer

Hay momentos de los que supe al vivirlos que, aun olvidados por años, volverían y recordarlos me salvaría.

Hoy no he vivido uno de esos momentos.

Estos últimos días ha hecho mucho frío. El invierno no quiso venir pero, contrariado por la obligación, llegó apretando. Hasta hoy. A las dos de la tarde el sol cegaba los ojos a quienes íbamos de cara, no corría viento helado alguno que nos arrebatara su tacto tibio y todo dejaba un día casi primaveral.

Salía del metro y pasaba junto al polideportivo nuevo de un marfil resplandeciente, todo blanco al sol. Yo miraba a la acera de cemento recién estrenada, que reflejaba inclemente el brillo solar y me obligaba a adoptar, cosas que se me ocurren, gesto de Clint Eastwood en una del oeste, aunque no sé de dónde me saco el parecido a Clint Eastwood. Pensaba en los rigores del trabajo en un barruntar oscuro y secreto al que intentaba ser un poco ajeno y apretaba el paso para llegar a casa, engullir rápido la comida y poder sentarme diez minutos a leer el periódico antes de volver a trabajar. Calidad de vida.

Al fondo se dibujaba a contraluz del fulgor una figura de mujer. Venía hacia mí. En segundos intuí pocas cosas, pelo corto, delgada, nos acercábamos ambos a una sombra, yo azorado por el sol, con mirada torva obligada mientras ya llegaba ella a la sombra y yo aún estaba lejos.

Cuando nos cruzamos aún me castigaba el sol los ojos y casi no pude verla. Pelo negro corto, con uno de esos peinados demodé, como las actrices de esas películas francesas de los 60, esos peinados que siempre me han gustado. El rostro claro, la boca roja entreabierta, facciones dulces y una extraña armonía, ajena a la belleza de ahora, más bella, esa que siempre me ha gustado y sus ojos.

Sus ojos mirándome.

Mirándome con su boca roja entreabierta y ojos enormes que cruzaron los míos un instante.

Seguí andando. Girarme hubiese sido buena idea pero no lo hice. No fue uno de esos días en los que ella se giraría también. O tal vez sí.

El sol, cómplice único de aquella mirada, se apretaba contra mí y calentaba amable mis mejillas. Caminaba yo sin prisa. Mirando la luz y sus sombras en los edificios, cerré los ojos, seguí caminando y, bajo ese sol que me iluminaba, que me mordía lentamente hasta disolverme en su luz como a aquél viejo, y hacía más grato este día de invierno, sonreí lento y profundo y pensé en que hay momentos que nos salvan, aunque nunca vuelvan.

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Hace más o menos un año:
-Si te quiero (o qué grande es Pedro Salinas)

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