Las decisiones inocuas (I)

Los años nos vuelven precavidos. Anticipamos un dolor y lo evitamos.
Pero el dolor no existe hasta que se produce y anticiparlo nos coloca en la misma paradoja en la que el cienciólogo Tom Cruise se hallaba en Minority Report, una de esas películas que aprovechan las buenas ideas de Philip K. Dick aunque las simplifiquen: ¿Realmente podemos anticipar qué pasará?, ¿Podemos castigar al malo si aún no ha hecho nada malo?, y, en nuestro caso, ¿Sabemos si ese dolor es cierto aunque no sea presente?, ¿Qué estamos dispuestos a hacer o a no hacer por evitarnos ese dolor futuro? Empieza así la deriva del precavido al desconfiado, y no es cuestión de semántica sino de eufemismos mal disimulados. No somos precavidos y prudentes, gente de bien obrando con sabiduría sino desconfiados; cobardes renegados del adoctrinamiento moral de la infancia que omiten actos o más aún, actúan para deshacer, para evitar, para negar, en vez de actuar para hacer, para lograr, para afirmarse aquí y ahora.

El límite es como los gustos, o los culos, todos tenemos uno. Siempre hay una primera vez en la que, después de una mala experiencia, callas ante un amigo al que podrías echar una mano, lo haya pedido él o no; pasas de largo delante de alguien que necesita ayuda; mientes a un compañero de trabajo para evitar ayudarle, no sea que luego el marrón te caiga a tí.

Por si acaso...

A veces una decisión inocua acaba siendo una mala decisión.

Ese es el principio rector. Pero a veces, también, una decisión inocua acaba siendo una buena decisión. Y merece la pena arriesgarse siempre, a pesar del dolor futuro.
Pero, ¿merece la pena arriesgarse siempre?

Tengo que pensar dónde estoy. De camino a qué deriva, en qué punto de la negación o de la afirmación. Y, más importante, tengo que pensar hacia dónde ir.

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