Iguales ante la felicidad

XLSEMANAL - 10 de Diciembre de 2006

Entrevista a Boris Cyrulnik, neurólogo, psiquiatra y etólogo francés.


No todos somos iguales ante la felicidad. La primera desigualdad es genética. La capacidad de experimentar ese sentimiento depende, entre otras cosas, de una sustancia química que produce el cerebro, la serotonina un antidepresivo natural. Al ver una película agradable, el organismo segrega esta sustancia y tenemos una sensación de bienestar. Pero no todos los individuos somos iguales: por herencia genética hay pequeños y grandes transmisores de serotonina. Estos últimos están mejor armados para la vida, y cuando les toca sufrir una desgracia, su dolor es menos intenso y duradero. Pero no estamos predeterminados. Ahora se sabe que nada está decidido desde el principio..

1 TODO EMPIEZA ANTES DEL NACIMIENTO
Las emociones de la madre –euforia, depresión, estrés influyen en el desarrollo cerebral del bebé.

¿El cerebro está trabajando constantemente?

Así es. Ya al final del embarazo, las emociones —euforia, depresión, estrés— de la mujer que nos lleva en su seno participan en la formación de nuestras sinapsis o conexiones neuronales. Las moléculas que segrega la madre atraviesan muy rápido el filtro placentario y modifican el desarrollo del cerebro. Así, el bebé hereda no sólo los genes de su madre, sino también parte de su historia. La madre lo envuelve en caricias y palabras, y ese contacto de los primeros meses crea un estilo de relación, una manera de amar. Le brinda, en fin, una determinada impresión del mundo. Eso que luego llamaremos 'felicidad' o 'infelicidad'.

Entonces, ¿hay que suponer que el amor y las experiencias sensoriales no sólo influyen en el temperamento, sino también en el desarrollo del cerebro?

¡Determinan hasta la anatomía! Se ha demostrado experimentalmente. Primero, en animales; luego, en humanos. En la Societé pour l'Etude du Comportement Animal, comprobamos que ratas criadas en cubetas insonorizadas tenían los dos lóbulos temporales huecos, atrofiados. Cuando en los orfanatos de Rumania hice escáneres a los niños criados en condiciones de aislamiento sensorial, la mayoría presentaba, asimismo, una atrofia frontolímbica (los lóbulos prefrontales y los circuitos de la memoria y de las emociones). Me dijeron que era imposible, que debía de estar equivocado o que los niños habían sido abandonados porque tenían una atrofia cerebral. Pues bien, no era eso, sino al revés: estaban afectados por una atrofia cerebral porque habían sido abandonados.

2 PRIMERA INFANCIA
Si un niño ha conocido tanto la tristeza como el apoyo emocional, su cerebro estará 'abierto'. Sabrá que es la esperanza y estará armado para afrontarla vida.

¿Podemos deducir que un niño privado de amor está destinado a la infelicidad y que uno querido, mimado, va a ser necesariamente feliz?

No, las cosas no son tan simples. Después de un año en una familia de acogida, se comprobó que los cerebros de los niños rumanos se rehicieron: es la resiliencia neuronal, es decir, la capacidad de reanudar su desarrollo. En cambio, hay estudios que demuestran que un niño superprotegido no aprende a superar los inevitables reveses de la vida. Cuando nos adelantamos a sus deseos y tratamos de evitarles todo sufrimiento, lo que hacemos es enseñarles a que no toleren la frustración. Esta manera de amar vuelve a los niños frágiles y altera su aptitud para la felicidad.

¿Un niño consentido y un niño poco amado tienen la misma predisposición a la infelicidad?

Por extraño que parezca, si. Un niño poco amado está como lobotomizado por la carencia afectiva. Recibe tan poco apoyo que lo vence la desesperación. Ignora el poder de las palabras, de la interacción: de nada me vale llorar, estoy solo en el mundo... Abandonado, es incapaz de dominar sus emociones. No sabe cómo reaccionar ante lo imprevisto. Tan pronto puede estar tranquilo como ponerse iracundo y violento. En cambio, el niño superprotegido no está lobotomizado, su lóbulo prefrontal tiene un desarrollo normal, pero no sabe utilizarlo, pues, como no ha aprendido a retrasar la satisfacción de sus deseos, no tiene capacidad de anticipación. Está sometido al instante. Lo desalientan las dificultades de la vida. Es carne de depresión.

Así pues, se podría decir que el mejor antidepresivo es el 'buen' padre, que no sea ni muy distante ni muy protector...

Exactamente. Si un niño, en sus primeros años, ha conocido tanto la tristeza como el apoyo, su cerebro estará 'abierto'. Sabrá qué es la esperanza.

Pero los padres también pueden ser una base de inseguridad...

Eso se constata en los niños maltratados o en los hijos con padres deprimidos. Se apoyan en una base de inseguridad y aprenden la angustia. Con sus palabras -o sus silencios-, esta clase de padres no transmiten sus traumas, sino la forma en que reaccionan a éstos, una relación dolorosa con el mundo. No hay quien no admire a esos chicos que cargan con la responsabilidad de todo y de todos: de su madre, de sus hermanos... Lo cierto es que esos niños adultos se ven privados de una parte de su desarrollo. Pero siguen siendo plásticos: en contra de lo que se suele creer, un niño maltratado no tiene por qué ser un padre maltratador, sencillamente tendrá, con el tiempo, que buscar su camino.


3 NIÑEZ
Más vale estar atento al niño sin amigos, siempre obediente. Nos engaña. Creemos que se desarrolla bien, cuando lo cierto es que tiene miedo al futuro social y, más tarde, a la sexualidad.

Porque de nuevo no está todo dicho: ¡a los cuatro años aún no se ha decidido nada!

Ése es un error en el que incurrieron los primeros psicoanalistas. Freud, que era neurólogo, comprobó la «importancia desmesurada» de los primeros meses. Sin embargo, el aprendizaje cognitivo no termina. Hacia los seis años, el niño empieza a interesarse por el mundo exterior. Si en su mundo familiar ha adquirido una seguridad sólida, buscará fuera del pequeño círculo familiar, en la guardería, en la escuela, a los compañeros que lo ayudarán a seguir su desarrollo. Pero cuidado con sobreprotegerlos. Hay que estar atentos a esos niños siempre obedientes, porque nos engañan. Creemos que crecen bien, cuando lo cierto es que tienen miedo al futuro social y, más tarde, lo tendrán a la sexualidad. Cuando tengan que alejarse de la familia, pueden hundirse.

¿Pasada la primera infancia, el entorno afectivo tiene el mismo impacto?

No. El cerebro pierde su plasticidad inicial. La sinaptización es más lenta. El niño ha incorporado una impresión del mundo, un estilo internacional: se ha formado su pequeña personalidad. Los cimientos están hechos, pero el edificio sigue en construcción. Muy despacio.

4 ADOLESCENCIA
Se pone en marcha una fuerte actividad neuronal que puede modificar profundamente la personalidad: el que tuvo una mala infancia puede ver la luz y el que la tuvo buena, caer en un abismo.

La adolescencia es también una etapa muy sensible...

En efecto. Ya no por las interacciones familiares, sino por las relaciones del adolescente con sus iguales. Porque el cuerpo, por motivos hormonales, es ahora sensible a un tipo de información que antes no tenía para él significado biológico; por ejemplo, se sienten atraídos por el sexo contrario. La sinaptización neuronal es tan intensa que modifica profundamente la personalidad. De modo que el que tuvo una mala infancia puede ver la luz y el que la tuvo buena puede caer en un abismo.

¿Qué permite que esta segunda oportunidad se aproveche o no?

Varía según los individuos. En la mayoría de los casos, los niños que han tenido un apoyo seguro en la infancia viven una adolescencia satisfactoria. Consiguen armonizar sus afectos.

¿La serotonina juega aquí también un papel?

En efecto, los intensamente afectivos nunca se recuperan de una separación amorosa, mientras que hay otros que a las 48 horas ya están pasando página. Con todo, al revés que los primates, que dependen por entero de sus antidepresivos naturales, los seres humanos se hacen una representación de sí mismos. La felicidad o la infelicidad la encauza la conciencia. Me conozco, sé que una crisis sentimental me va a afectar, que si el profesor me pone una mala nota voy a estar irritado, así que procuro sosegarme, estabilizarme, trabajar sin despistarme. De forma inconsciente, los intensamente afectivos adoptan estrategias de vida adaptadas a su capacidad para afrontar las crisis.
Se vuelven chicos obedientes, buenos alumnos, más tarde son maridos o esposas fieles. Y, dado que la rutina que los ampara de la angustia está bien vista por nuestra cultura —al menos en tiempo de paz—, su vulnerabilidad se puede convertir en una fuerza: conseguirán éxitos escolares y profesionales y tendrán una vida feliz.

¿Los grandes transmisores de serotonina, en cambio, corren riesgos?

Son transgresores. Necesitan de grandes estímulos. Buscan la felicidad en la aventura. Hay chicas adolescentes, y sobre todo chicos, grandes transmisores de serotonina que se mueren de aburrimiento en una vida hogareña y buscan situaciones extremas. Muchos sacan malas notas, drogas, etc. Pero si consigue corregir el rumbo, llegan a ser adultos interesantes.

Usted ha asegurado que a veces los chicos modelo, al hacerse adultos, se convierten en personas ansiosas y, por norma, más deprimidas que los niños usualmente difíciles.

Hay síndromes de rechazo necesarios y saludables. Por ejemplo, el momento de la negación, que se produce hacia los dos años de edad. Más tarde empiezan las pequeñas transgresiones: el 6o por ciento de los chicos y el 30 de las chicas transgreden un poco (pequeñas mentiras, faltas menores en el colegio). Pero no es sino la prueba de un principio de autonomía y de preparación a la adolescencia, donde el enfrentamiento es necesario.

¿Entonces los padres se tienen que inquietar cuando tienen un adolescente formal y alegrarse cuando es insoportable?

La mayor parte de los niños formales se convierten en adultos bien socializados. Ahora bien, los hay anormalmente formales, demasiado bien educados, por miedo a la realidad: y lo que les ocurre es que no pueden dejar la base de seguridad que constituye su familia. Son prisioneros. Todo ese derroche de amabilidad, que los hace tan merecedores de cariño y que tanto gratifica a los padres, no es más que el reflejo de su necesidad de protección.

¿Qué hay que hacer?

Hay dos salidas. Desarrollar los denominados poliapoyos. Un compañero, un primo, una abuela, un tío que ayuden al chico a sentirse a gusto en otro ámbito. La cultura. Tomo el ejemplo de Bill Clinton. Su padre murió antes de que él naciera. Su abuelo era violento. Se convirtió en pariente de su madre. Si se hubiese criado en un ambiente cerrado, sí habría encontrado en una situación de orfandad. Pero se encontró rodeado de sistemas familiares (los abuelos) y culturales (asociaciones, deportes, clubes de jazz...) que le permitieron continuar su desarrollo y conquistar su autonomía.

¿Y qué hay que hacer con un chico desordenado, que falta a dase cada dos por tres y rechaza todo tipo de disciplina?

Lo mismo. Nuestra cultura dice: si eres así, te convertirás en un delincuente. La regla se cumple porque nuestras estructuras sociales son deficientes. Pero no hay que creer en la fatalidad. Si la cultura toma el relevo de los padres, esos niños pueden ser recuperados.

La candidata Ségoléne Royal en Francia propone un ordenamiento militar...

Si eso significa tratar a los chicos con mano dura, no creo que se consiga nada. Otra cosa es que con ello se pretenda ofrecerles experiencias, ritos de iniciación, pero sin necesidad de que se enrolen en el Ejército. Nuestra sociedad padece deficiencias muy graves. Incorpora a los jóvenes demasiado tarde, cuando tienen entre 25 y 3o años. Cada vez son sexualmente más precoces y alcanzan la autonomía social más tardíamente. Necesitan un marco que la sociedad no les puede ofrecer.

5 MADUREZ
Los animales no tienen libertad, están sometidos a sus emociones, tienen que resignarse a su destino. Nosotros, en cambio, una vez que hemos identificado la causa de nuestra infelicidad podemos afrontarla o negarla.

El determinante de nuestra felicidad o infelicidad puede ser genético o estar relacionado con la familia o con el entorno social. Ahora bien, ¿dónde queda nuestra libertad, nuestra posibilidad de buscar la felicidad de forma absolutamente consciente?

Nuestra libertad consiste en conocer las causas. Los animales no tienen esta posibilidad, porque están sometidos a sus emociones. Tienen que resignarse a su destino. Los humanos, en cambio, una vez que hemos identificado la causa o las causas de nuestra infelicidad, podemos afrontarlas o negarlas. Las personas emocionalmente frágiles buscan amparo en la rutina. Una vez tuve una paciente que era feliz rellenando impresos de la Seguridad Social: había encontrado una salida, el espacio donde se sentía a gusto, competente, segura. Otros buscan todo lo contrario, necesitan repetidas inyecciones de opioides, segregadas por el cerebro bajo el efecto de las emociones, y prefieren las situaciones de estrés: se hacen toreros o pilotos de carreras, o se pelean a la salida de los partidos de fútbol. Pero la prueba-error permite descubrir al final qué quiere uno y para qué vale. Por eso es normal que los mayores sepan lo que quieren —lo que llamamos 'cordura'—, mientras que los jóvenes van dando bandazos de un lado a otro.

Sin embargo, ninguna estrategia de vida nos previene contra los malos momentos. ¿Qué se puede hacer para superarlos?


Disponemos de muchísimos recursos. La actividad: la ansiedad se reduce mucho cuando se hace algo. El deporte —como el jogging— es un excelente antidepresivo. También el riesgo: el miedo genera una intensa secreción de opioides: las personas que corren riesgos enseguida experimentan euforia. El cariño, que es nuestro tranquilizante natural. Cuando los que me apoyan están cerca de mí, me siento bien. En suma, los deportes de bajo nivel, la pareja, las amistades, el ligero estrés que nos mantiene despiertos... son nuestros mejores medicamentos. Añadiría la mentalización, es decir, el hecho de buscar en mi pasado los recuerdos que constituyen mi memoria autobiográfica. Al traducirlos en palabras, doy una forma a esa representación que tengo de mí. La cámara de positrón nos demuestra que este trabajo estimula, 'alumbra' el giro cingulado del cerebro: la zona de las emociones. Si me quedo a solas rumiando mis palabras —«soy un inútil», «nunca saldré de ésta»—, entonces se alumbra la parte anterior del giro cingulado, esto es, la zona del sufrimiento o la tristeza. Es lo que hacen los deprimidos. Los soliloquios agravan la depresión. Por el contrario, el hecho de desentenderme de mí, de poner mis recuerdos en palabras para contárselos a otro (que no es sino el principio de la psicoterapia), estimula la parte posterior de ese mismo giro, provocando un alivio. Así, el solo hecho de hablar con otro —ya sea un amigo, un cura, un psicoanalista o un brujo— puede convertir el malestar en bienestar.

Una de las ideas centrales de su teoría es que la felicidad y la infelicidad están unidas, que forman un todo indisoluble y que pueden ser dos maneras de representar una misma realidad...

Neurológicamente, y desde luego psicológicamente, están íntimamente relacionadas. Primera puntualización: el dolor y la felicidad siguen caminos muy paralelos. Si usted me pincha, la información se transmite muy rápidamente por los circuitos correspondientes hasta la parte anterior de mi giro cingulado anterior, y me quejo de dolor. Si mi mujer me acaricia, la información sigue el mismo circuito y luego es encauzada hacia la parte posterior del mismo giro cingulado, y hago un gesto de placer. Pero si durante mi infancia la intercepción de la que hablamos antes abrió mi cerebro hacia la zona del dolor, perfectamente puedo experimentar dolor con la caricia: el placer del dolor no es raro. Otro tanto se puede decir de los sufrimientos morales, que también son 'tratados' por la misma zona del cerebro que se ocupa de los dolores físicos. Así, dado que los caminos del bienestar y del malestar están unidos, si se estimula intensamente uno, al cabo se provoca la respuesta del otro. Los masoquistas hacen eso muy bien. Nuestros esquemas mentales nos dictan que la felicidad es lo opuesto a la infelicidad. Pero las palabras 'felicidad' e 'infelicidad' no designan realidades objetivas, sino representaciones, la sensación de ser feliz o infeliz. Y la neurología sugiere que nuestra percepción del mundo es la que suele darnos una impresión de felicidad o de infelicidad. De manera que una misma situación me hará feliz o infeliz según mi sistema de representación, según la forma en que se haya producido la intercepción cuando era pequeño. Y también según el contexto o la cultura del entor no. Un cuento o un mito nos modifican emocionalmente, y pueden dar al mismo hecho un tono dulce o amargo. Antes de la introducción del parto sin dolor, las mujeres sólo podían dar a luz con enorme angustia, porque conocían todo tipo de historias terroríficas que aumentaban la contractura muscular y, naturalmente, el dolor. Es más, se atribuía al dolor un valor moral: la mujer que no sufría no podía amar a su niño. Ha bastado que cambie el discurso para que ya no se acepte el sufrimiento, al transformarse no sólo la percepción, sino también la biología del cerebro de las parturientas.

¿Las palabras y los relatos modifican nuestra biología?

Lo experimentamos cada día cuando vamos al cine, escuchamos un discurso o leemos un libro. Una opinión, una representación, un conjunto de palabras y de imágenes estimulan una zona del cerebro, exactamente como lo haría un electrodo: el estímulo comporta la segregación de sustancias que nos hacen sentir placer o malestar. Esto nos lleva al misterio del efecto placebo —o nocebo— de los medicamentos, pero también de las palabras del sacerdote, del curandero, del chamán, que pueden ser poderosos analgésicos o antidepresivos. Además, este efecto aumenta cuando la fe se comparte, pues el hecho de creer con otros, de formar parte de un grupo, de una familia, produce gozo y euforia. De ahí el atractivo de las religiones y las ideologías radicales, que ofrecen a las personas frágiles un refugio seguro. He tenido oportunidad de examinar a terroristas: eran hombres muy felices. En la acción —¡en la muerte!— encuentran intensidad emocional, fraternidad, un sentido a su vida. Para ellos desaparece lo banal. La vida cotidiana se convierte en un éxtasis constante. Pero psicológicamente son, si se me permite el término, una 'bomba de relojería', porque, expuestos a la ruptura con la realidad, el día en que vuelven a poner los pies en la tierra se hunden. De igual modo, la luna de miel de las sectas acaba en una caída dolorosa.

Siempre la pareja felicidad-infelicidad. Usted afirma que en realidad la felicidad no existe, sino que la victoria sobre la infelicidad nos brinda la sensación de felicidad, como la sed el ansia de beber un vaso de agua. En una palabra, ¿hay que sufrir para ser feliz?

Sé que es una idea que no va a gustar, pero estoy dispuesto a defenderla. La felicidad de un niño que recupera a su madre después de una separación puede acabar en hastío —como cuando nos hartamos de agua— o en rechazo si la madre se vuelve demasiado protectora. Una felicidad sin altibajos puede tornarse monótona, aburrida. El ritmo, la respiración, la alternancia de fases de inquietud y de tranquilidad, de tristeza y de alegría, de privación y de satisfacción, es lo que da la sensación de estar vivo y lo que hace que sintamos eso que se llama 'felicidad'. La felicidad no es lo opuesto a la infelicidad: si se elimina todo desasosiego, sólo se consigue crear un sentimiento de vacío, de falta de vida.

Por eso, usted concluye que «no puede ser sano huir de la infelicidad para arrojarse en brazos de la felicidad».

En efecto: para encontrar la felicidad hay que exponerse a la infelicidad. Mejor dicho: si uno quiere ser feliz, no debe huir de la infelicidad a cualquier precio, sino ver cómo, y merced a qué, puede sobreponerse a la infelicidad.

6 LA TERCERA EDAD
Las personas mayores exploran menos, Tienden a hacer sólo las actividades en que destacan, ir sólo a sitios que conocen para reforzar su seguridad Sin embargo, la prudencia puede ser una trampa.

¿La ecuación de la felicidad es la misma a todas las edades?
¿También en la tercera edad?


El mundo de las personas mayores no es el de los jóvenes. El de éstos es más sensorial que de representación: para que tenga un efecto sobre ellos, hace falta que los toque, que les hable. Si un ser querido se muere, siente un desgarro en lo más hondo. Por el contrario, el mundo sensorial que rodea a los mayores se empobrece, mientras que su mundo íntimo de representaciones se enriquece. Los niños se alejan, los amigos de la infancia desaparecen. Pero las viejas figuras de sostén siguen allí, grabadas en la memoria. Así, los mayores cuentan con una base de seguridad interiorizada. Una pérdida pesa menos, porque les basta una foto o una carta para evocar al ausente y sosegar su espíritu.

¿Qué es, en definitiva, envejecer bien?

Lo que mejor protege nuestras funciones cognitivas es la higiene de vida: los ejercicios físicos, los esfuerzos intelectuales, la red afectiva. Leer, reflexionar, viajar, discutir, todas las actividades que estimulan el cerebro tienen un efecto protector de nuestras neuronas. Por ese motivo, durante mucho tiempo se ha creído que la inteligencia protegía del envejecimiento mórbido, y se decía: «Un hombre con estudios será un viejo sano». Pues bien, eso no es del todo cierto. Los buenos resultados escolares no son necesariamente una prueba de inteligencia. Por el contrario, para envejecer bien basta con hacer la vida que nos facilita la preparación que tengamos. Nuestra preparación, generalmente, permite tener un trabajo que nos hace activos, nos lleva a conocer gente, a tener desacuerdos: muy útiles para la actividad cerebral. En una palabra, se tienen más ocasiones de recibir estímulos. Una vez que se llega a la vejez, se obtienen beneficios.

La curiosidad nos mantiene despiertos, pero el pasado es el que tranquiliza. ¿Cómo resolver esta contradicción?

Aquí vale el mismo razonamiento de antes: si no tengo una base de seguridad, estoy condenado a ir de un lado a otro y a la ansiedad. Si me mantengo siempre apegado a mi base de seguridad, estaré bien, pero aletargado. Para tener una vida psíquica, necesito esta pareja de opuestos: la base afectiva que me da seguridad, y el mundo ajeno, que me estimula. Las personas mayores, porque exploran menos —la secreción de serotonina y de dopamina disminuye— tienden a hacer sólo las actividades en las que destacan, a ir solamente a los sitios que conocen, para reforzar su base de seguridad íntima. A edad avanzada, en vez de ponerse a prueba, se prefiere habitar un mundo de representaciones familiares. Sin embargo, la prudencia puede ser una trampa. Los estudios de población demuestran que hay un cinco por ciento de niños prepúberes deprimidos, entre un 10 y un 15 por ciento de adolescentes, un 20 de adultos y un 25 de mayores de más 65 años. Por consiguiente, el 75 por ciento de las personas mayores están bien. Pero la tasa de depresión aumenta con la edad. Los mayores que han sufrido una adversidad —pues no hay biografía sin adversidad—, y no han podido o sabido hacer un trabajo de resiliencia —porque les han negado la posibilidad o por falta de información—, resucitan de pronto su pasado, en los sueños, viendo alucinaciones, pero no en forma de reminiscencias (que es recordar voluntariamente el pasado), sino de recuerdos dolorosos (que es cuando el pasado se nos impone). Si los mayores están solos, tienden a dar vueltas sobre lo mismo y a encerrarse en su pasado. La nostalgia, literalmente, es el dolor del nido...

¿Cómo se puede evitar la trampa?

Por medio de la cultura: los lugares de encuentro, los viajes, las asociaciones, las universidades de la tercera edad, etc., permiten mantener los estímulos. Constituyen los 'tutores' del desarrollo del que las personas mayores tienen tanta necesidad como los jóvenes.

Porque a los 80 años tampoco está aún todo decidido...

En efecto. La mejor metáfora de la vida es, sin duda, la de Arma Freud, que la comparó con una partida de ajedrez: los primeros movimientos son muy importantes, pero, hasta que la partida no ha terminado, quedan por hacer movimientos maestros.

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