Me gusta una chica

Me gusta una chica. Tengo cosquilleos en el estómago cuando la veo y dedico mucho tiempo a pensar en ella. Me parece muy guapa, guapísima y cada una de sus excentricidades me resulta singular y atractiva. No debería llamarlas excentricidades, me siento mal al hacerlo, por eso sé que me gusta. Hacía tiempo que no me pasaba. De pronto he pensado que tal vez pudiera tener también espinillas. Pero no, es sólo esos nervios de temer no gustarle y no atreverme a decirle nada que no sea un saludo y qué tal estás, qué haces hoy y otras frases de cortesía de esas que subtitulaba Woody Allen. "Qué tal, no te había visto, ¿qué haces por aquí? Yo estoy tomando algo con unos amigos". "Me gustas mucho, quiero quedar contigo, quiero besarte, quiero hacerte el amor y abrazarte". Puede sonar ingenuo. Lo es. Ingenuo e infantil. Temo que alguien se burle de lo que siento. Imaginad si la chica que me gusta se riese de mí al decírselo, o me contestase que no quiere ir conmigo al cine, que apenas nos conocemos y le caigo bien pero no le gusto. No como para ir al cine a ver una estúpida película. Dos horas. Dos malditas horas y no quiere ir conmigo. ¡Será idiota!. Acabo de ver "The science of sleep", una película para muchas cosas, entre ellas, para enamorarse de alguien. Para desear amar y ser amado como un niño y un adolescente y un adulto que aún confía en que hay sitio para lo imposible. Michel Gondry, su director, es un tipo francés con un ramillete de fijaciones que rehace, antes en vídeos musicales (alguno tan recordado como el "Everlong" de los Foo Fighters) y ahora en películas ("Human nature", bastante irregular, o la maravillosa "Eternal Sunshine of the Spotless Mind").

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