Una infinidad de escaleras

Era aquel bar, situado en un viejo callejón de paredes grises, en el descansillo de una infinidad de escaleras de cemento gris que subían y una infinidad de escaleras del mismo cemento gris que bajaban hacia ninguna parte, un lugar tan gris como aquella calle y como aquella ciudad había sido 20 años antes. Y sus parroquianos, pero en especial el barman; todos hombres, todos pasados los 50, eran también de color gris. Gris de verdad, como si una pátina de aquel aire gris de antaño hubiese quedado adherida a su blanca piel, que se transparentaba macilenta a través de la brillante grisura de su piel última.
En aquel bar no me vi ni me recuerdo, no sé de qué color era yo, tal vez un poco menos gris que ellos, ni importa. La recuerdo a ella, encendida, iluminando las miradas y los rostros de todos aquellos hombres al entrar, sin lascivia, pura admiración contemplativa, mientras las bombillas torcían su luz por verla, deseantes de iluminar algo nuevo y más hermoso que mármol gastado, rostros castigados de hombre, banquetas de acero,mesas y alacenas repletas de botellas cubiertas de ese polvo compacto de 30 años.
Me sentía allí un invitado ajeno a la fiesta que ella suponía en la vida de ellos y asumí un segundo plano necesario. Pedimos dos botellines de cerveza y, huyendo sin prisa de aquel bar al que aún no pertenecíamos (al que ella no pertenecería nunca), salimos para sentarnos en las escaleras, bajo la luz tenue de las farolas y hablar de mil cosas ya olvidadas, hacer mil proyectos que no se cumplieron y dejar pasar el tiempo por el tiempo, sabiéndonos el uno al lado del otro, aquella tarde, aquella noche y siempre, siendo, como fuimos, parte de aquellos proyectos incumplidos.