Hola y adiós

Un día dejas de ver a alguien.
Sabes que vuestra relación fue lo suficientemente extraña, intensa, indebida o breve como para que, ahora que acaba porque ambos sabeis que debe acabar, nunca haya un reencuentro.
Y es imposible aceptarlo.
Y lo aceptas.
Y los días siguientes, y las semanas y los meses son lugares en los que no hay acomodo posible porque les falta todo lo que esa persona llenaba.
Y olvidas.

Un día, pasado un año, algo estalla dentro de tí, uno de esos resortes que buscan joderte y recordarte lo bueno cuando ya no está y golpean fuerte entre el corazón y las tripas (yo suelo sentirlo en la boca del estómago) y dejan allí un sumidero negro y pesado, fuente de pasados y desagüe de presentes que abrevia tus respiraciones, alarga tu insomnio y te demacra el rostro en una máscara de crispación o desamparo.

No está.
Y no es como si muriese, pero muere para cada uno de tus lugares y para cada uno de tus tiempos y sólo vive en tu recuerdo que, poco a poco, la hace sombra, y la convierte en incertidumbre, de no creer que fuiste tan feliz que podías dar saltos entre la gente en el metro, besar niños y ancianas desconocidos y sentir los estrechos límites de tu cuerpo, poco espacio para albergar tal euforia que, de no verla, te hacía estallar en puro deseo de tenerla cerca, tan cerca que pudieses confundirla contigo mismo.

Me gusta recordar que sentí todo eso.
Me jode reconocer que no lo sentiré más.
Y yo, que tanto admiré ese invento que Alejandro Jodorowsky se sacó de la chistera para fundir psicología y chamanismo, la psicomagia, quiero usar este texto como reivindicación y como despedida, como celebración y como epitafio, escribir los versos más tristes y luego quemarlos, para besar una vez más sus labios y no estar preso por ellos nunca jamás.

Y lanzo los tres sombreros de copa al aire, sonrío, grito ¡Hoop! y
¡Adiós!

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