Ojos afilados y sonrisa feroz

Durante los últimos días del año me vino a la memoria una chica que conocí hace demasiado tiempo, en un trabajo del que no merece la pena recordar ninguna otra cosa.

Fue mi relación con ella breve, si acaso puedo llamarla relación. Una amistad abrupta, a ratos divertida, a ratos árida, construida a trompicones de voluntad y torpeza, de falta de tacto, de expectativas incumplidas, de reproches mudos, de decepciones por cosas que no podían pasar y no pasaron.

Antes aún de presentarnos, ya llamaba mi atención. Era esbelta, atlética, una morena azabache despampanante con ojos negros brillantes y sonrisa dulce y feroz.

Conocerla alimentó aún más esa atracción temprana por su cuerpo. Era inteligente, simpática, vivaz y agresiva, inquisitiva, voraz.

Sin solución de continuidad, ridiculizaba mi comportamiento con la frase más lacerante o lo elogiaba con la calidez de un amigo sincero dejándome siempre inerme a sus golpes y caricias.

Con todo, dedicaba más tiempo a encontrar la relación de cualquiera de nuestros temas de conversación consigo misma por complicado que fuera.

Se conducía despreocupada y decidida y observaba cada circunstancia con claridad y determinación desarmantes. Siempre expresaba su punto de vista y ese punto de vista casi siempre tenía que ver con ella.

Cuando un hombre la gustaba, o la intrigaba o la interesaba por cualquier otro motivo, reaccionaba de una forma característica. En aquellos momentos, afilaba el brillo de sus ojos, desbordaba de alegría su sonrisa y miraba como si todo lo que estuviese deseando fuese acercarse a ti, hablarte, conocerte...

Solo una noche me abismé en aquella mirada. Fue aquella la primera y última vez.
En aquel primer abrazo sostenido, en aquellos labios acerados que de pronto se fundían dóciles en los míos, en las palabras y los gestos que siguieron, dejó ver una faceta nueva, una que, a pesar de las pistas que en ocasiones daba sobre ella, nunca me había mostrado y de la que yo apenas sospechaba nada.

Se mostró entregada, tierna, frágil. Parecía que, malditos tópicos, detrás de una fachada vibrante, dura, áspera incluso, una persona indómita que solo depende de sí misma ocultaba el deseo de ser salvada, de poder reposar en otros brazos que no fuesen sus brazos, de descansar y confiar, al fin, de forma duradera en alguien.

Demasiado pronto descubrió que no era yo alguien en quien pudiese confiar, ni en quien pudiese apoyar parte alguna de su cuerpo y nunca volví a verla, la mujer que conocí aquella madrugada, la que se ocultaba en una mujer que no oculta nada y, sin embargo, en ese estruendo de sinceridad a menudo hiriente, escondía lo más importante, temerosa tal vez, hace muchos años, de ser herida de nuevo, incapaz de confiar en que ya no existía la mujer que podía ser herida.

Perdí aquella mirada y aquella entrega tal y como las recibí, sin saber qué hice para conseguirlas y perderlas. Nunca volvió a afilar su mirada en mí ni a desbordar su sonrisa cuando yo la miraba. Nuestras conversaciones retornaron lentas a las comunes banalidades que consumen nuestros días. Luego, esas conversaciones menguaron hasta que fueron más los silencios entre ambos que las palabras.

Siempre sospeché que en esa temprana distancia hubo rencor, un silencioso reproche por una traición, por una ausencia, por algo que no dije, por algo que no hice, por algo que no fui.

Tal vez quiso encontrar los motivos que tuve para herirla. Todas las preguntas y todas las respuestas las tuvo siempre antes de que yo las imaginase siquiera pero hizo caso omiso, ensimismada en sus propios problemas, que nadie más observaba ni conocía. 

Necesitaba quizás que yo le hubiese fallado, temerosa en su escrutinio permanente de ser culpable de algún mal imaginario que proyectaba lejos, sobre otros, sobre mí, no fuese a alcanzarle una culpa que solo ella se reprochaba.

Tiempo después la volví a ver mirar y sonreír de aquel modo a otros.
Recuerdo la punzada pequeña pero honda, envidia y resignación, pasado y presente. Sabía que ella seguía su búsqueda y yo la mía, ambos por caminos cercanos un tiempo pero indefectiblemente separados, destinados a despedirnos un día que llegó más pronto de lo que esperaba.

La recuerdo y escribo ahora para no olvidarla, para conjurar contra la memoria frágil y recolectora y guardarla en los pequeños salones agridulces de la nostalgia y espero paciente que lea estas palabras y que me recuerde, que sería amarme una vez última.

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