Y sin embargo

En la universidad me enamoré (una vez más) de una compañera de clase. Era de tez blanca, de ojos azules, pelo rubio y sonrisa enorme y franca. Era también, lo fue siempre o acabó por serlo, el cuerpo sobre el que escribir la intrahistoria de ambos, el cumplir de las promesas, el hogar último, el fin auténtico de la historia. Parecía un poco más delgada de lo saludable, y sin embargo, aquello sólo acentuaba su particular encanto, aquella hermosa fragilidad vital que marcó Audrey Hepburn cuando el mundo entero reconoció su abrumadora y peculiar belleza en sus primeras vacaciones en Roma.

El primer día de carrera tuve una inmensa suerte. No conocía a nadie salvo a una chica del instituto (amor platónico del que tal vez otro día quiera hablar) que por desgracia tenía horario de tarde mientras yo lo tenía de mañana. Cuando llegué a aquella clase llena de desconocidos quedaban pocos sitios libres. Se agrupaban los pupitres en tres líneas de bloques de 4 asientos y me senté en uno al azar, no muy lejos del encerado para no jugármela con mi miopía, molesta con mi narcisismo que dejaba cada mañana mis gafas en casa, pero no tan cerca como para dar imagen, ante aquel zoo de gañanes, de cierto mal del empollón. Junto a mí se sentaban tres desconocidas, dos de ellas muy guapas. No pensé, aunque recuerdo haber celebrado la suerte de tener tan buena compañía de pupitre, que acabaría colado por una de ellas.

Aquel año se forjó la amistad y fue en segundo cuando empecé a notar que aquella chica me gustaba mucho. Por desgracia la niña encadenaba novios como quien pasa cuentas de un rosario. Aún recuerdo unos carnavales en los que estaba dispuesto a decirle que el sol salía para besar su rostro cada mañana o cosas aún más cursis cuando la vi besando a un apuesto vikingo...

Por irónico que parezca y a pesar del riesgo de ostentar mi propensión a una leve erotomanía, hubo indicios a lo largo del tiempo de universidad que me hicieron sentir que yo le gustaba. Sin embargo yo era tímido, inseguro hasta el ridículo y la náusea, los detalles me obsesionaban, me negaba a ver el bosque, preocupado por unos puñeteros arbustillos, de modo que nunca afiancé nuestra amistad más allá de las clases, incapaz de manejarme fuera de un entorno más o menos controlado como el de la facultad (y que me aterraba hasta el punto de mantenerme insomne largas horas cada noche), preocupado más por disimular mis sentimientos hasta ir contra ellos e ignorarla, esperando el milagro de que ella se me declarase, algo no por pueril, menos ansiado.

Pasaron los cursos, conocimos más gente, se ampliaron y mutaron los grupos, seguimos especialidades diferentes y dejamos de vernos tan a menudo. Cada vez que me cruzaba con ella por la facultad se hacía más corta y violenta mi respiración, sentía el palpitar acelerado del corazón y me estremecía. Después del encuentro cordial, de la breve charla y de mi afán de parecer indiferente, nos íbamos cada uno por nuestros caminos divergentes, cada vez más divergentes, hasta que nos condujeron tan lejos al uno del otro.

Volví a verla hace ya casi año y medio. Coincidimos en la boda de una de aquellas compañeras de pupitre. Ella iba con su última pareja, la que en breve será padre de su hijo, con la que vive desde hace años en una apartamento que compraron en una zona tranquila del interior de Bizkaia. Fueron la noche y la fiesta una revisitación de aquellos años de universidad, conmigo pasando de un grupo de gente a otro intentando disimular que no quería otra cosa sino estar junto a ella y hablarle.

Y ya avanzada la noche llegó, no pude evitarlo, la hora de la despedida. Una tras otra, todas y cada una de aquellas chicas con las que compartí clase, o pupitre o amistad pero ninguna otra cosa, se fueron de vuelta a sus presentes particulares después del reencuentro con lo que fueron y también a ella le tocó. Nos acercamos, nos besamos como besamos a tantos otros. Nos dijimos lo que los conocidos se dicen al despedirse; los buenos deseos, las mentiras bondadosas o cobardes o indiferentes, y cuando ya nos separábamos, posiblemente por vez última, la certificación final de la separación pretérita, aferramos nuestras miradas varios segundos más de lo que los conocidos se miran, y nos miramos esos segundos fijo, más fijo que los amigos que se miran afectuosos, y no nos dijimos nada. Nos miramos largo, y así nos despedimos.

Ni una sola foto nos recuerda de aquella noche ni de ningún otro día. Seremos de ese modo, con los años un recuerdo oscuro, impreciso, un sentimiento desdibujado hasta consumirse, una mirada larga e intensa de despedida de algo que nunca hubo.

Entradas populares de este blog

Pedro Salinas - Si me llamaras

Joaquín Reyes - La Hora Chanante

Primera evocación