Maleducados

Hace días estuve en la tienda de unas conocidas. Un cliente cuarentón se impacientaba en el mostrador porque las dependientas (en total 3) atendían a otros clientes y no terminaban para poder atenderle a él. Las conozco y sé que son una panda de cuidado, majas pero como un cencerro. Sin embargo, en todo el tiempo en que estuve allí trabajaron las tres permanentemente sin dejar tiempo para cotilleos, bromas, llamadas o rascarse lo que les apetezca rascar.

Perder el tiempo en una tienda me jode. Me jode cuando me toca detrás del tipo que paga con tarjeta y el tícket se demora una eternidad o la tarjeta falla, cuando el dependiente desaparece por motivos misteriosos (una consulta por un tema del cliente que me precede, traer cambios para la máquina registradora, ir a mear porque revienta), cuando dos tiernos ancianos preguntan TODO lo que se puede preguntar a una persona en esta vida, sea dependiente o no, y lo hacen contigo esperando a sus espaldas mientras, como a Homer en "El resplandior", las ganas de matar aumentan, aumentan...

Y me aguanto.

A veces, en cambio, se demora porque le llaman al móvil y deja todo lo que hacía para empezar una conversación frívola con lo que intuyes es un amigo o una amiga o un gilipollas; conversación que no se molesta ni en disimular, o actúa con indolencia y lentitud, haciendo alarde de su indiferencia y desprecio al trabajo, o cuela a algún amigo y le atiende delante de tus narices, o se parapeta detrás de una mampara en una conversación de cotilleos con una compañera, situación que, y esto lo decía el enredado Punset (o yo se lo enredo), es la manera evolucionada que tenemos los humanos de quitarnos los unos a los otros los parásitos y, cosas de monos, comérnoslos.

Y me cabreo viendo cómo me restriega su actitud paseando cual dama lánguida sobre los mármoles de una tienda de tres al cuarto.

El del otro día no era el caso, eran chicas al 100% dedicadas. Y en esas oí al cliente indignado bufar.

-Pues voy a escribir en el periódico.

Un cuerpo le daba réplica con preocupación a su lado. Una mujer.

-No hagas eso.

-Pues ya me dirás, ¡qué vergüenza! ¡Vaya tienda!, ¡siempre pasa los mismo en esta tienda!

Al rato siguió:

-¡Joder!, ¡es que no hacéis nada!, ¡La madre que os parió!

En ese instante estuve a punto de decirle algo pero me contuve e incluso evité echarle una miradita empapada en asco y desprecio porque, en el último momento, me di cuenta de que las tres currelas ignoraban por completo lo que había dicho el majadero y seguían trabajando ejemplarmente.

El hombre siguió con más denuestos hasta que una de las chicas, que había estado a menos de un metro de él todo el tiempo, le contestó con bastante rabia contenida que si acaso no veía que no paraban ni un momento. La breve discusión, violenta pero que nunca elevó mucho su tono, avanzó por los caminos de "sois unas torpes y lentas" y las réplicas de "sabrás tú cuál es mi trabajo y lo que tengo que hacer para saber si tardo" hasta que se calmaron los ánimos, lo cual más o menos coincidió con que el cliente fue atendido, respetando el orden de llegada al local, y se marchó.

Luego, ya sin clientela, les contaba que en el "la madre que os parió" sentí unas ganas tremendas de darle algo más físico que una respuesta y la chica con la que se había enzarzado me miró sorprendida e indignada dijo:

-¿De verdad ha dicho eso? ¡No lo he oido!. Si le llego a oír eso se acuerda.

Al final tuvimos suerte.

Todo esto me recuerda la fauna de maleducados que a menudo integramos y que oscila entre el maleducado ocasional (entre los que me incluyo) y los cretinos profesionales como el de hoy, hombre poco acostumbrado a este mundo de colas y esperas, por lo que parece.

Otros ejemplos:
-Los vecinos que no saludan (¿igual soy como el vecino de Fanma para mis vecinos? :P).
-Los compañeros de cole/trabajo que te ignoran siempre salvo cuando te necesitan, momentos esos en los que te adulan hasta el empacho.
-Los amigos que se ofuscan por trivialidades.

Y todas esas bonitas cosas que ocurren en lugares de encuentro como bares, cines, teatros... recuerdo el viejo que mientras veíamos una película en el cine, refunfuñaba por el ruido que uno de mis amigos hacía al comer una bolsa de patatas fritas. Al rato sus ronquidos rivalizaban con el volumen sobredimensionado de los altavoces.
Hace poco, un día de lluvia, en unos cines, un cincuentón se repantigaba cómodamente en el butacón que quedaba a mi derecha. Iba con su mujer. La película comenzaba y estábamos a oscuras. En ese afán que todos tenemos de ponernos cómodos, él cruzó las piernas. Noté cómo con la planta de su zapato se apoyaba en mi pantalón, en mi muslo. Digo "se apoyaba" porque no fue un roce involuntario sino que hizo presión y no mostraba intención de mover su suela de allí. Temiendo lo peor, palpé con el anverso de la mano su suela. Mojada. El impresentable me estaba calando el pantalón sin importarle lo más mínimo. Le moví el pie para que lo apartase. Lo hizo. Al rato volvió a cruzar el pie. Y yo volví a darle un toque. A la tercera crucé mi pie para que quedasen suela contra suela y le metí un viaje considerable. Parece que eso le molestó porque empezó a girar la cabeza hacia a mí cada cierto rato y a mirarme con gesto severo. Obviamente me sentí muy satisfecho y abandoné la idea de explicarle que como volviese a darme con su puñetera suela se la comía; su indignación era premio suficiente.
Acabó la película, se iluminó la sala, nos levantamos todos y ambos nos miramos con pretendida indiferencia y cierta tensión. Esperé una protesta que no llegó e imaginé que despotricaría con su mujer sobre la juventud impresentable de hoy día.
Al llegar a casa comprobé que, en mi pantalón, donde su suela se había apoyado, tenía un enorme manchurrón de barro. Además de agua, barro.
Me equivoqué. Tendría que haberle dicho un par de cositas sobre educación...

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