El olor a carne quemada

Cada mañana. Las fibras de mis músculos se rompen en microscópicas fracturas.
La mirada omnisciente de un tomógrafo no puede asegurar
que sea una actividad anaeróbica excesiva la que ha convertido en cristales los azúcares de mi organismo,
incrustados como minúsculos escalpelos entre las largas tiras que tejen mi musculatura,
tampoco sé si será la agónica espera de un Tántalo anónimo
en días replicantes que observan la muerte celular de mi organismo.
Recorro webs como calles, para recordar.
Encuentro allí, que es en ninguna parte salvo en mi memoria,
mi presente verdadero.
Contra la menudencia de la intrahistoria más vulgar escribo,
para eternizar en el gesto mismo de volverme trasunto literario
mi vida efímera, sin más horizonte que mi desquite vespertino.
En el estruendo de una soledad compartida, en el estrés de una vida de costumbres,
en la incomodidad de una vida confortable, en la incertidumbre de la tecnocracia exacta y aséptica.
Nada está hecho y nada parece quedar por hacer salvo
acaso
el daño último.
Ya no paseo solo como antes lo hacía.
Caminos sin rumbo bajo la lluvia que acababan frente a la casa en la que pasé mi infancia,
hogar y memoria hoy, de la infancia de otros.
Dónde están aquellos cuartos, aquella bañera, aquel lavabo, el caballito balancín detrás de la puerta de entrada.
Ya no son las habitaciones tan espaciosas ni los techos tan altos.
Me faltan muertos pero me sobra memoria,
con mi propio olor a carne quemada en el recuerdo.
Un olor tibio, humilde, modesto, avergonzado de que lo mencione
como quien compara dolor y pasatiempo.
Le pido a mis pies que me lleven a casa y ellos, confusos,
sólo aciertan a chocar los talones.

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