Me pide el cuerpo
Me pide el cuerpo, que dicen que es un sucedáneo de lo que pide el alma,
que salude como se despedía Neruda y me despida como se despedía Salinas, añorando
"el retorno a esta corporeidad mortal y rosa,
donde el amor inventa su infinito."
Lástima que tal vez sean la digestión de un interminable bocadillo,
o el café cargado de después, o las horas faltas de sueño,
los que, sin yo saberlo, hayan creado tantas veces en mí
este desconsuelo,
este no saber hallarse feliz en lugar o recuerdo ninguno
y arañar memoria como quien despelleja uñas con nervios y ansiedad
y sin placer alguno. Un desconsuelo
que quiere volver a días mejores que nunca hubo y ser el niño que nunca fui.
Mi pensamiento, pendiente siempre de su trascendencia divina
descubrió hace tiempo que tal vez seamos sólo materia y yo,
acostumbrado a los desdoblamientos por mor del análisis crítico de seres (yo) y estares (los míos)
tengo ahora el alma dividida en espíritu y carne y no sé a quién reclamar mis desdichas de después de comer,
si a Dios o al cocinero (que, si bien en términos metafóricos puedan ser el mismo, no lo son o al menos, no el cocinero de esta cafetería).
A la manera de los radicales más entregados; los curas, los terroristas, los suicidas. Niego la materia, niego la muerte, la putrefacción, niego una por una cada ley física, la ley de la conservación de la energía. Nada en este universo, ni siquiera tú, cambia mi ánimo, ni tuerce mi pensamiento, me vuelve otro. Soy, sobre mis pieles siempre renovadas, sobre mi sangre, sobre mí mismo y los míos, esencia, eternidad, la voluntad mutable de ser, de cesar la inmutabilidad, de conocer lo perecedero como conocí la eternidad, de sumirme en la impotencia de un cuerpo ingobernable y dejarlo vagar. Soy Dios que bajó a la tierra para ser yo. Soy la pataleta de quien aún no sabe aceptar que una pastilla me haría más feliz.