Ángel González

El pasado martes 28 de junio Ángel González participó en Bilbao en la presentación del último número de la revista de poesía ZURGAI, dedicado íntegramente a su obra. El motivo central del acto, además de rendir homenaje a uno de los poetas más grandes de la literatura española, y, desde mi desconocimiento y mis filias, el mejor poeta vivo de España, fue disfrutar de un breve recital poético en el que Ángel González, a sus 80 años, repasó alguno de los poemas que considera más representativos de su obra. Leyó sus poemas como quien habla o como quien reflexiona, sin retórica apenas, con fluidez, de forma sencilla y con una voz extraordinaria, jalonada ocasionalmente de fuertes toses, porque ya vamos teniendo unos años y uno no puede estar casi una hora hablando sin pagar un precio.

Ha sido sin duda uno de los momentos más hermosos que jamás he disfrutado, mientras recitaba poemas que casi sé de memoria de tanto releerlos, aderezados con breves introducciones que desentrañaban el significado de cada uno de ellos en la medida en que el autor puede desentrañarlos.

Por otro lado, sigue Zurgai como gran revista crítica de poesía, que merece la pena comprar siempre.

Y, como no encuentro forma de acabar este mensaje si no es con uno de sus poemas, aquí tenéis uno que hoy resulta especialmente vigente, especialmente revelador:

PRIMERA EVOCACIÓN (1956)

Recuerdo
bien
a mi madre.
Tenía miedo del viento.
Era pequeña
de estatura,
la asustaban los truenos,
y las guerras
siempre estaba temiéndolas
de lejos,
desde antes,
de la última ruptura
del tratado suscrito
por todos los ministros de asuntos exteriores.

Recuerdo
que yo no comprendía.
El viento se llevaba
silbando
las hojas de los árboles,
y era como un alegre barrendero
que dejaba las niñas,
despeinadas y enteras,
con las piernas desnudas e inocentes.

Por otra parte, el trueno,
tronaba demasiado, era imposible
soportar sin horror esa estridencia,
aunque jamás ocurría nada luego;
la lluvia se encargaba de borrar
el dibujo violento del relámpago
y el arco iris ponía
un bucólico fin a tanto estrépito.

Llegó también la guerra un mal verano.
Llegó después la paz, tras un invierno todavía peor. Esa vez, sin embargo,
no devolvió lo arrebatado el viento,
ni la lluvia
pudo borrar las huellas de la sangre.
Perdido para siempre lo perdido,
atrás quedó definitivamente
muerto lo que fue muerto.

Por eso (y por más cosas)
recuerdo muchas veces a mi madre:

cuando el viento
se adueña de las calles de la noche,
y golpea las puertas, y huye, y deja un rastro de cristales y de ramas
rotas, que al alba
la ciudad muestra desolada y lívida;

cuando el rayo
hiende el aire, y crepita,
y cae en tierra,
trazando surcos de carbón y fuego,
erizando los lomos de los gatos
y trastocando el norte de las brújulas;

y, sobre todo, cuando
la guerra ha comenzado,
lejos -nos dicen- y pequeña
-no hay por qué preocuparse-, cubriendo
de cadáveres mínimos distantes territorios,
de crímenes lejanos, de huérfanos pequeños...

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