Protejámonos de la democracia

Noam Chomsky, en su libro "Hegemonía o supervivencia" dedica parte del primer capítulo a hacer un repaso somero del espíritu que ha guiado a los EEUU en su política interior. Para llorar.

"TERRITORIO ENEMIGO

Todos aquellos que desean afrontar sus responsabilidades con un compromiso auténtico con la democracia y la libertad —o simplemente con una supervivencia digna— deberían poder identificar los obstáculos que se interponen en el camino. En los países violentos, éstos son fácilmente reconocibles, mientras que en las sociedades más democráticas resultan más sutiles. Aunque los métodos de las sociedades de cariz algo brutal difieren notablemente de los utilizados en otras más libres, en cierto modo los objetivos son similares: asegurarse de que la «gran bestia», tal como Alexander Hamilton denominó al pueblo, no se extravíe.
El control de la población ha sido siempre una preocupación básica del poder y de los privilegiados, particularmente desde la primera revolución democrática en la Inglaterra del siglo XVII. Los autodenominados «hombres más capaces» se sintieron consternados cuando una «embrutecida multitud de bestias en forma de hombres» rechazó el marco básico en el que se desarrollaba un enconado conflicto civil que enfrentaba al rey y al Parlamento, y reivindicó un gobierno compuesto por «campesinos como nosotros, que conocemos nuestras necesidades» y no por «caballeros y señores que nos hacen leyes, que están elegidos por el temor con el fin de oprimirnos, desconociendo los quebrantos de la gente». Los hombres más capaces reconocieron que si la gente es tan «depravada y corrupta» como para «otorgar puestos de poder y confianza a hombres malvados e indignos, pierden su poder por no delegarlo en aquellos que son buenos, aunque no sean más que unos pocos». Casi tres siglos después, el idealismo wilsoniano, como suele denominarse, adoptó una postura similar. En el extranjero la responsabilidad de Washington consiste en asegurar que el gobierno sea depositado en manos de «los buenos, aunque no sean más que unos pocos». En Estados Unidos es necesario salvaguardar un sistema de órganos decisorios de élite y ratificación pública, en términos de ciencia política, una «poliarquía» y no una democracia.5
El presidente Woodrow Wilson no renunció a políticas severamente represivas incluso dentro de Estados Unidos. Sin embargo, tales medidas no suelen ser posibles allí donde los movimientos populares han conquistado una notable cota de libertad y derechos. En tiempos de Wilson, sectores de la élite estadounidense y británica reconocían ampliamente que, en sus sociedades, la coacción era un arma cuya utilidad se iba reduciendo y que eran precisos nuevos medios para domar a la bestia, ante todo a través del control de opiniones y actitudes. Desde entonces, se ha desarrollado toda una industria destinada a esta finalidad.
La idea de Wilson consistía en que una élite de caballeros con «elevados ideales» debía dotarse de poder para preservar «la estabilidad y la rectitud».6 «Hay que poner a la gente en su sitio», declaró Walter Lippmann en sus progresistas ensayos sobre democracia. En parte dicho objetivo podría alcanzarse mediante «la elaboración de consenso», una «práctica interesada y recurso socorrido de gobierno popular». Esta «revolución» en la «práctica de la democracia» debería habilitar a «una clase especializada» para gestionar los «intereses comunes» que «escapan en gran medida a la opinión pública». En esencia, se trata del ideal leninista. Lippmann había podido observar de primera mano la revolución en la práctica de la democracia como miembro del Comité de Información Pública de Wilson, fundado para coordinar la propaganda de guerra y que cosechó un gran éxito al instilar la fiebre bélica entre la población.
Los «hombres responsables» que son los que toman las decisiones, prosiguió Lippmann, deben «vivir libres de la avalancha y del rugido desconcertado del rebaño».

Estos «intrusos entrometidos e ignorantes» deben ser «espectadores», no «participantes». El rebaño cumple una función: intervenir periódicamente en las elecciones para apoyar a uno u otro elemento de la clase dirigente. Ni que decir tiene que los hombres responsables alcanzan dicho estatus no por virtud de ningún talento o sabiduría especiales, sino por la subordinación voluntaria a los sistemas de poder fáctico y por lealtad a sus principios operativos. Esto es, que las decisiones fundamentales de la vida social y económica atañen a instituciones que funcionan según un poder autoritario de arriba abajo, en tanto que la participación de la bestia se ve circunscrita a un reducido foro público.
El debate se centra sólo en cuán reducido debe ser este foro público. Las iniciativas neoliberales de los últimos treinta años han sido diseñadas para restringirlo, y legar la toma de decisiones a tiranías privadas no representativas estrechamente vinculadas entre sí, así como a unos pocos estados poderosos. La democracia puede sobrevivir en tales condiciones, pero de forma extremadamente limitada. Los sectores Reagan-Bush han asumido una posición extrema al respecto, pero el espectro político es notablemente estrecho. Algunos apuntan que apenas existe, y se mofan de los expertos que, durante las campañas electorales, «se ganan la vida comparando los aspectos más acertados de las comedias representadas en la NBC con los de las emitidas por la CBS»: «Mediante un acuerdo tácito los dos grandes partidos enfocan la contienda por la presidencia [como un] kabuki político [en el que] los intérpretes conocen su papel y todos se ciñen al guión», «adoptando poses» que nadie puede tomarse en serio.7
Cuentan los intelectuales liberales que si la gente escapa a su marginación y pasividad, se plantea una «crisis de la democracia» que debe superarse en parte mediante medidas que controlen a las instituciones responsables del «adoctrinamiento de los jóvenes» —escuelas, universidades, iglesias y demás—, y quizás incluso mediante el control de los medios, en caso de que la autocensura no baste.8
Al asumir estas posturas, los intelectuales contemporáneos beben de las oportunas fuentes constitucionales. James Madison sostenía que el poder debe delegarse a «la riqueza de la nación», «el grupo de hombres más capaces», que comprenden que el papel del gobierno consiste en «proteger a la minoría de los opulentos contra la mayoría». Con una visión precapitalista del mundo, Madison confiaba en que el «hombre de estado ilustrado» y el «filósofo benevolente» que debían ejercer el poder «discernirían el verdadero interés de su país» y protegerían el interés público contra las «travesuras» de las mayorías democráticas. Madison esperaba que este mal se evitara mediante el sistema de fragmentación ideado por él. En años posteriores, empezó a temer la aparición de graves problemas con el probable aumento de personas que «penarán las fatigas de la vida y suspirarán en secreto por una distribución más equitativa de los beneficios». Buena parte de la historia moderna refleja estos conflictos acerca de quién tomará las decisiones, y de qué modo.
El reconocimiento de que el control de opinión es la base de todo gobierno, del más despótico al más libre, se remonta por lo menos a David Hume, pero hay que hacer una salvedad. El fenómeno cobra mayor importancia en las sociedades más libres, donde la obediencia no puede ser garantizada por el azote. Es perfectamente natural que las instituciones modernas de control de pensamiento —honestamente denominado propaganda antes de que la palabra pasara de moda por sus asociaciones totalitarias— se originaran en las sociedades más libres. El pionero fue Gran Bretaña con su Ministerio de Información, que se propuso «orientar el pensamiento de la mayor parte de la población mundial». Wilson siguió enseguida el ejemplo con su Comité de Información Pública. Sus éxitos de propaganda inspiraron a pensadores democráticos progresistas y a la moderna industria de relaciones públicas. Algunos integrantes punteros del CIP, como Lippmann y Edward Bernays, tuvieron muy en cuenta estos logros del control de pensamiento, que Bernays denominó «la maquinación del consenso, [...] la esencia misma del proceso democrático». El término propaganda se convirtió en una entrada en la Encyclopaedia Britannica en 1922 y en la Encydopedia of Social Sciences una década después, con el refrendo académico de las nuevas técnicas de control de la mente pública que aportó Ha-rold Lasswell. Los métodos de los pioneros fueron particularmente relevantes, escribió Randal Marlin en su historia de la propaganda, debido a su «extendida imitación [...] por parte de la Alemania nazi, Suráfrica, la Unión Soviética y el Pentágono», si bien es verdad que los logros de la industria de las relaciones públicas empequeñecen todos esos ejemplos.9
Los problemas de control a escala nacional resultan particularmente graves cuando los gobernantes ejecutan políticas a las que se opone la población en general. En tales casos, el liderazgo político puede verse tentado a seguir la senda de la administración Reagan, que estableció la Oficina de Diplomacia Pública con el fin de construir consenso para sus políticas criminales en Centroamérica. Un funcionario gubernamental de alto rango describió la Operación Verdad como «una inmensa operación psicológica de las que suelen practicar los militares para influir en la población en terreno hostil o enemigo»: una caracterización sincera de lo que es la actitud imperante hacia la población nacional.10"

Chomsky, Noam. Hegemonia O Supervivencia: El Dominio Mundial De EEUU.

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